La Importancia de la Unidad de la Iglesia 3a parte
Enfrentando los Conflictos - Formas Correctas e Incorrectas
La verdad incómoda sobre los conflictos
Después de tantos años en el ministerio pastoral, debo comenzar esta última parte estableciendo una verdad que muchos prefieren evitar, pero que es fundamental para entender cómo manejar correctamente los conflictos en la iglesia: siempre que hay conflictos, hay pecado.
Esta no es una afirmación pesimista de un pastor envejecido por los años, sino una realidad bíblica que debemos aceptar si queremos abordar correctamente los problemas en la comunidad de fe. Durante décadas he observado situaciones conflictivas en la iglesia, y en cada caso, sin excepción, he podido rastrear el problema hasta encontrar pecado en la raíz.
Si no hubiera pecado, no existirían conflictos. Esta es una ley espiritual tan firme como la ley de la gravedad. Cuando cada persona hace exactamente lo que le corresponde dentro del cuerpo de Cristo, cuando cada uno obedece al Señor con la actitud correcta de un verdadero creyente, la armonía fluye tan naturalmente como el agua que busca su nivel.
Los conflictos surgen precisamente cuando alguien (o varias personas) se aparta de este patrón divino. Y aquí debo hacer una observación que he confirmado una y otra vez en mi experiencia pastoral: frecuentemente, cuando hay conflicto entre dos personas, el pecado está presente en ambas partes.
Sé que esto puede resultar incómodo, especialmente para quien se siente víctima en una situación. Pero la realidad es que raramente una persona es completamente inocente cuando surge una disputa. Quizás no en igual proporción - puede ser 70% de un lado y 30% del otro, o 60% y 40% - pero con una frecuencia que sorprende, ambas partes tienen alguna responsabilidad en el origen o la escalada del conflicto.
Cuando alguien te ofende, antes de asumir automáticamente tu total inocencia, pregúntate honestamente: ¿hay algo en mi actitud, en mis palabras, en mi comportamiento que pudo haber contribuido a esta situación? Esta no es una invitación a la auto-condenación, sino a la honestidad bíblica que es prerequisito para cualquier solución real.
La primera forma incorrecta: la evasión peligrosa
Ahora quiero examinar contigo las formas más comunes (y lamentablemente incorrectas) que hemos desarrollado para manejar los conflictos en la iglesia. La primera, y quizás la más extendida, es lo que yo llamo la evasión peligrosa.
¿Te resulta familiar esta situación? Alguien te molesta, te ofende, hace algo que te lastima o te frustra. Pero en lugar de abordar el problema directamente con esa persona, prefieres evitarlo. Tu mente racionaliza: "Si le digo algo, voy a crear más problemas. Es mejor dejarlo pasar. Al fin y al cabo, yo soy cristiano y debo perdonar".
Así que optas por no confrontar la situación. Te convences de que estás siendo espiritual, maduro, que estás "poniendo la otra mejilla". Pero la realidad es muy diferente: estás huyendo del problema por comodidad, por miedo, por evitar la incomodidad de una conversación difícil.
Esta evasión tiene consecuencias absolutamente predecibles que he visto repetirse cientos de veces: te sientes mal porque el problema real no ha sido abordado. La herida no sanó; simplemente la cubriste con una venda espiritual. Y como el problema genuino no se resolvió, con el tiempo se desarrollan amargura y resentimientos que van creciendo silenciosamente en tu corazón.
Aunque creas que puedes ocultarlo, aunque te repitas que "ya lo perdonaste" y que "todo está en las manos del Señor", inevitablemente transmites tu malestar. Es imposible esconderlo completamente. Tu actitud cambia sutilmente, te vuelves más distante con esa persona, evitas ciertos temas o situaciones.
Y aquí viene lo más triste: la otra persona nota el cambio. Siente que algo está diferente pero no sabe qué. Cuando finalmente se arma de valor para preguntarte qué pasa, tu respuesta típica es: "A mí no me pasa nada. Todo lo pongo en el Señor. Gloria a Dios". Pero ambos saben que esto no es completamente cierto.
Esta forma de actuar puede llevarte a consecuencias aún más graves. He visto personas que antes estaban comprometidas y contentas en la iglesia, que de repente se enfrían y se alejan. Se convierten, como dice la Escritura, en "carbones que se separan del fuego", perdiendo gradualmente su fervor espiritual y su compromiso con la comunidad.
La falsa doctrina del "cambio de iglesia"
Pero aquí debo abordar una de las enseñanzas más extendidas y más antibíblicas que he escuchado en mis décadas de ministerio: la doctrina del "cambio de iglesia". Has escuchado estas frases, o quizás las has pensado: "Si en tu iglesia tienes problemas, búscate otra. Si no te sientes bien, búscate otra iglesia. Si no te gusta tu pastor, busca uno que te agrade más".
Esta mentalidad se ha vuelto tan común que casi nadie la cuestiona. Pero debo preguntarte algo muy serio: ¿en qué parte de la Escritura encontramos esta enseñanza? Te desafío a que busques, porque te aseguro que no la encontrarás en ninguna parte.
La Biblia nos muestra exactamente lo contrario. Nos enseña que judíos y gentiles debían convivir juntos en la misma iglesia a pesar de sus enormes diferencias culturales, sociales, económicas y hasta gastronómicas. Imagina el desafío: personas que durante siglos se habían considerado enemigos naturales, ahora llamados a formar un solo cuerpo.
No había "la iglesia de los judíos" y "la iglesia de los gentiles". No había "la iglesia de los ricos" y "la iglesia de los pobres". Todos formaban un solo cuerpo, y tenían que aprender a amarse, soportarse y crecer juntos. Y créeme, ¡no era fácil! Los conflictos eran constantes, las tensiones evidentes, los malentendidos frecuentes.
Recordemos el caso de Pedro, quien recibió una reprensión pública de Pablo precisamente por intentar separar a los gentiles, por ceder a la presión de "crear iglesias homogéneas" donde cada quien se sintiera cómodo con "los suyos".
Cuando buscamos iglesias según nuestras preferencias personales, cuando elegimos comunidades donde "nos sintamos cómodos", donde "todos piensen como nosotros", donde "no haya conflictos", no estamos formando iglesias bíblicas. Estamos creando clubes sociales con barniz religioso.
Aquí debo establecer un principio que he llegado a entender después de años de estudio bíblico y experiencia pastoral: nadie que abandone una iglesia del Señor estando en desobediencia o huyendo de conflictos sin resolver puede estar verdaderamente en comunión en otra iglesia.
Ahora bien, déjame ser claro: tienes el derecho y la responsabilidad de evaluar si una iglesia predica la verdad o no. No debemos someternos a enseñanzas falsas, y sabemos que abundan los mercaderes de la fe, especialmente en nuestros días. La Palabra de Dios nos advierte sobre lobos vestidos de ovejas, y debemos ejercer discernimiento.
Si descubres que una iglesia no predica el evangelio genuino, si se enseñan doctrinas contrarias a la Escritura, si hay corrupción moral en el liderazgo que no es tratada, entonces sí, tienes no solo el derecho sino el deber de salir de ahí.
Pero cuando el Señor te ha colocado en una iglesia genuina - y es el Señor quien coloca, no tú - y has comprobado que es verdaderamente del Señor, que se predica la Palabra con fidelidad, que hay santidad en el liderazgo, entonces tu responsabilidad es clara: someterte y trabajar por la unidad, no huir cuando surgen conflictos o cuando alguien te incomoda.
La segunda forma incorrecta: el orgullo herido
La segunda manera equivocada de manejar conflictos ocurre en el extremo opuesto del espectro. Si la primera forma era la evasión, esta segunda es la confrontación destructiva motivada por el orgullo herido.
Proverbios 18:19 lo describe con una precisión que siempre me impacta: "El hermano ofendido es más tenaz que una ciudad fuerte, y las contiendas de los hermanos son como cerrojos de alcázar".
Un alcázar es una fortaleza defensiva con muros gruesos y cerrojos extraordinariamente fuertes, diseñados para resistir cualquier ataque. Así se vuelve la persona orgullosa cuando se siente ofendida: obstinada, impenetrable, completamente cerrada a la razón.
He visto esta tragedia repetirse muchas veces en mis años de ministerio. Una persona se siente ofendida, herida en su orgullo, y se convierte en algo así como un búnker emocional y espiritual. No hay manera de razonar con ella, no hay forma de alcanzar su corazón con la Palabra de Dios, no hay posibilidad de restauración mientras su orgullo no sea satisfecho.
Esta persona solo quiere una cosa: que la otra parte venga humildemente, preferiblemente de rodillas, a pedirle perdón y reconozca públicamente que ella tenía toda la razón. Quiere escuchar algo como: "Hermano, por favor perdóname, te he ofendido terriblemente, tenías tú toda la razón, yo estaba completamente equivocado".
Solo cuando su orgullo sea completamente satisfecho, cuando su ego herido reciba la validación que demanda, entonces estará dispuesta a "perdonar". Pero ese no es perdón bíblico; es manipulación emocional disfrazada de espiritualidad.
Mientras no obtenga esa satisfacción para su orgullo, esta persona desarrollará una campaña sistemática de destrucción. Atacará a la otra parte directa o indirectamente, la criticará en conversaciones privadas, esparcirá rumores y medias verdades por toda la iglesia: "porque aquel hermano... porque como... es porque... patatín porque...".
Su felicidad y su "paz espiritual" dependen completamente de ver su orgullo satisfecho, no de restaurar la relación o glorificar a Dios. Es una forma de idolatría sutil donde el ego personal se convierte en el dios que debe ser apaciguado.
¿Cómo actúas tú realmente?
Permíteme hacerte una pregunta que requiere honestidad brutal: ¿Cómo actúas tú cuando te sientes molesto u ofendido con alguien? No cómo crees que deberías actuar, no cómo actúas cuando otros están mirando, sino cómo realmente reaccionas en lo privado de tu corazón.
¿Te identificas con la primera forma incorrecta? ¿Eres de los que evita los conflictos, que "pone todo en las manos del Señor" pero internamente va acumulando resentimiento? ¿Has considerado alguna vez cambiar de iglesia porque "ya no te sientes cómodo" después de algún conflicto?
¿O te identificas más con la segunda forma? ¿Cuando alguien te ofende, tu primera reacción es defenderte, justificarte, asegurarte de que todos sepan que tú tenías razón? ¿Has esparcido alguna vez "tu versión" de los hechos para ganar aliados en un conflicto?
Si eres honesto, probablemente reconocerás elementos de ambas reacciones en diferentes momentos de tu vida cristiana. Yo mismo he tenido que lidiar con estas tendencias carnales en mi propio corazón a lo largo de los años.
Pero aquí está la cuestión crucial: cuando actuamos de cualquiera de estas maneras, estamos muy lejos de cumplir el mandato bíblico de ser "solícitos en guardar la unidad del espíritu en el vínculo de la paz" y de "soportarnos los unos a los otros en amor".
Nota especialmente esa última frase: "en amor". No dice "soportándoos porque no les queda más remedio" o "tolerándoos hasta que encuentren algo mejor". Dice en amor genuino. Y si no podemos soportarnos mutuamente en amor auténtico, algo fundamental está fallando en nuestra vida espiritual.
El llamado divino a la obediencia
Ahora debo ser absolutamente claro en algo que considero crucial: lo que la Biblia nos enseña sobre el manejo de conflictos no son sugerencias opcionales para consideración de cristianos maduros. Son mandamientos directos de Dios, normas de estricto cumplimiento para todo creyente sin excepción.
Esta no es mi opinión pastoral; es la naturaleza misma de la Escritura. Cuando Dios habla, no está dando consejos que podemos tomar o dejar según nos convenga. Está estableciendo leyes espirituales que gobiernan la vida de su pueblo.
Incluso en las leyes civiles reconocemos el principio de que "la ignorancia de la ley no exime de su cumplimiento". Si quebrantas una ley civil alegando que no la conocías, igual recibes las consecuencias. ¿Cuánto más serias son las leyes espirituales establecidas por el Creador del universo?
Si estás creando conflictos por desconocimiento de los principios bíblicos, si estás manejando las disputas de manera carnal por falta de entendimiento de la Palabra, podrías sorprenderte algún día al ser llamado al orden mediante la disciplina eclesiástica.
Que quede absolutamente claro: las normas que Dios establece en su Palabra son de cumplimiento obligatorio, y quienes hemos sido llamados a liderar la iglesia tenemos el deber sagrado de ejercer disciplina cuando es necesario para que estas normas se cumplan.
Esto no es autoritarismo pastoral; es obediencia a la Palabra de Dios que nos ordena velar por la pureza y la unidad del rebaño.
La esperanza de la transformación
Pero no quiero terminar esta serie con una nota de condenación, sino de esperanza. La realidad es que todos hemos fallado en algún momento en el manejo de conflictos. Todos hemos reaccionado carnalmente, todos hemos puesto nuestros derechos por encima de la unidad, todos hemos sido orgullosos o evasivos.
La buena noticia es que el mismo Dios que estableció estos estándares altos también proveyó el poder para cumplirlos. El Espíritu Santo que mora en nosotros es capaz de transformar nuestras reacciones naturales, de darnos humildad donde hay orgullo, valor donde hay cobardía, amor donde hay resentimiento.
Reconocer honesta y sinceramente que hemos estado manejando los conflictos de manera incorrecta no es motivo de desesperanza; es el primer paso hacia la libertad. Porque solo cuando reconocemos nuestra necesidad podemos recibir la gracia y el poder de Dios para cambiar.
Durante mis décadas de ministerio he visto transformaciones extraordinarias: personas que eran sistemáticamente conflictivas aprender a ser pacificadores, hermanos que estaban enemistados por años reconciliarse genuinamente, iglesias divididas recuperar su unidad y su testimonio.
El precio y la recompensa de la unidad
La unidad en la iglesia no es un ideal inalcanzable reservado para santos súper espirituales. Es un mandato divino que podemos cumplir cuando nos sometemos a los principios bíblicos con humildad, mansedumbre y amor genuino hacia nuestros hermanos.
Pero seamos honestos: mantener la unidad tiene un precio. Requiere morir a nuestro ego, renunciar a nuestros "derechos", perdonar cuando nos han herido, buscar reconciliación cuando preferiríamos mantener distancia, humillarnos cuando nuestro orgullo grita por justificación.
Sin embargo, la recompensa es infinitamente mayor que el costo. Cuando una iglesia vive en verdadera unidad, suceden cosas sobrenaturales: el poder de Dios se manifiesta, las almas se salvan, los creyentes crecen, el gozo abunda, y como prometió Jesús en el Salmo 133, "allí envía el Señor bendición y vida eterna".
Por eso, estimado hermano, hermana, te exhorto con todo mi corazón pastoral: por la unidad debemos estar dispuestos a sacrificar nuestros propios intereses, siguiendo el ejemplo supremo de nuestro Señor Jesucristo y el testimonio extraordinario del apóstol Pablo.
La próxima vez que surja un conflicto en tu vida, recuerda: no se trata solo de tu comodidad personal o de tus derechos individuales. Se trata del testimonio de la iglesia ante el mundo, de la gloria de Dios, y del destino eterno de personas que están observando cómo los cristianos manejan sus diferencias.
¿Serás parte del problema o parte de la solución? ¿Contribuirás a la división o trabajarás por la unidad? La decisión está en tus manos, pero las consecuencias trascienden tu vida personal para impactar la eternidad.
Hemos
concluido esta serie de tres partes sobre la importancia vital de la
unidad en la iglesia. Mi oración es que estas enseñanzas no se
queden en conocimiento intelectual, sino que penetren profundamente
en nuestros corazones y transformen radicalmente la manera en que nos
relacionamos unos con otros en el cuerpo de Cristo. Que el Señor nos
ayude a vivir como es digno de la vocación con que fuimos llamados,
siendo solícitos en guardar la unidad del espíritu en el vínculo
de la paz. Que podamos ser instrumentos de reconciliación,
constructores de puentes, y testimonios vivientes del poder
transformador del evangelio. Amén.
En el amor de Cristo
Pr. Rafael Quintero
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