La importancia de la Unidad de la Iglesia
La Importancia de la Unidad en la Iglesia-1a parte
Estimados hermanos y amigos lectores, permítanme presentarme. Soy el pastor Rafael Quintero, y ha sido un privilegio extraordinario servir al Señor en la Iglesia Evangélica Ciutat Meridiana en Barcelona desde sus primeros días en 1976. He tenido el honor de acompañar a esta preciosa comunidad de fe desde sus inicios, participando en diferentes ministerios y viendo crecer esta obra de Dios a lo largo de los años.
En el año 2000, la Asamblea me reconoció oficialmente como pastor, pero debo confesar que mi corazón pastoral había estado latiendo por esta congregación desde mucho antes. Durante estas décadas, he sido testigo de cómo Dios ha obrado maravillas, pero también he visto los desafíos que enfrentamos como iglesia. Uno de los temas que más ha marcado mi ministerio pastoral es precisamente el que quiero compartir con ustedes en esta serie: la importancia vital de la unidad en el cuerpo de Cristo.
Mi deseo es que, a través de estas líneas, podamos reflexionar juntos sobre uno de los pilares fundamentales de la vida cristiana, no solo desde una perspectiva teórica, sino desde la experiencia práctica de quien ha servido en el ministerio por muchos años. Les invito a acompañarme en este recorrido por las Escrituras mientras exploramos por qué la unidad debe ser una prioridad absoluta en nuestras vidas como creyentes.
La unidad: más que una virtud, una necesidad vital
Cuando hablamos de la vida cristiana, pocos temas resultan tan cruciales como la unidad en el cuerpo de Cristo. Después de décadas en el ministerio pastoral, puedo afirmar categóricamente que no se trata simplemente de una virtud deseable o de un ideal bonito para adornar nuestros sermones. La unidad es una necesidad vital, tan esencial para el funcionamiento saludable de la iglesia como el oxígeno lo es para nuestros pulmones.
La unidad es sinónimo de armonía, y permítanme ser muy claro en esto: sin armonía, sin unidad, no puede haber verdadera bendición en la comunidad de fe. Esta no es mi opinión personal; es una verdad bíblica que he visto confirmada una y otra vez a lo largo de mi experiencia ministerial.
La falta de unidad representa una de las amenazas más graves que puede enfrentar cualquier iglesia. Es el arma predilecta que el enemigo utiliza para sembrar divisiones entre los hermanos, aplicando su antigua y efectiva estrategia de "divide y vencerás". He sido testigo de cómo iglesias florecientes han perdido su efectividad, su gozo y su testimonio simplemente porque permitieron que la desunión echara raíces en sus corazones.
Cuando la unidad se quiebra, surge automáticamente la desunión, que es exactamente lo opuesto a lo que Dios desea para su pueblo. Es como un cáncer que se extiende silenciosamente, afectando cada aspecto de la vida congregacional hasta que lo que una vez fue un cuerpo saludable se convierte en un organismo enfermo y disfuncional.
El llamado bíblico urgente a la unidad
El apóstol Pablo, escribiendo desde las frías paredes de una prisión romana, nos presenta en Efesios 4 lo que yo considero uno de los ruegos más urgentes e importantes de toda la Escritura. Sus palabras no surgen de la comodidad de un escritorio académico, sino del corazón ardiente de un hombre que había visto tanto el poder de la unidad como las consecuencias devastadoras de la división.
"Yo pues, preso en el Señor, os ruego..." Noten que Pablo no dice "os sugiero" o "os recomiendo". Utiliza la palabra "ruego", que transmite una súplica apasionada, una petición urgente que brota desde lo más profundo de su ser pastoral. Y continúa: "que andéis como es digno de la vocación con que fuisteis llamados".
Este llamado incluye características específicas que no son opcionales para el creyente: humildad, mansedumbre y paciencia mutua en amor. Durante mis años de ministerio he observado que cuando estas virtudes están ausentes, la unidad se vuelve imposible. Son como los cimientos de un edificio: sin ellos, toda la estructura se tambalea.
Pero Pablo va más allá y nos insta a ser "solícitos en guardar la unidad del espíritu en el vínculo de la paz". La palabra "solícitos" merece nuestra atención especial. No significa simplemente "interesados" o "preocupados". Implica esfuerzo consciente, diligencia constante y acción decidida.
La unidad no es algo que ocurre automáticamente, como tampoco lo es un matrimonio saludable o una amistad profunda. Requiere trabajo intencional, compromiso genuino y una determinación férrea por parte de cada miembro del cuerpo de Cristo. Es como tender un jardín: si no lo cuidamos constantemente, las malezas de la discordia y la división pronto lo invadirán.
El modelo supremo: la oración de Jesús por nuestra unidad
Para comprender verdaderamente la importancia de este tema, debemos considerar algo que debería sobrecogernos: Jesús mismo oró específicamente por nuestra unidad. Imaginen por un momento la escena: nuestro Señor, en sus últimas horas antes de enfrentar la cruz, cuando cada minuto era precioso, cuando el peso de los pecados del mundo ya comenzaba a oprimir su corazón, decidió invertir tiempo en orar por algo específico: que fuéramos uno.
En Juan 17, encontramos esta oración sacerdotal donde Jesús intercede fervientemente: "para que todos sean uno". No oró por nuestras comodidades, no pidió que tuviéramos vidas fáciles o que fuéramos prósperos materialmente. Oró por nuestra unidad. ¿No nos dice esto algo profundo sobre las prioridades del corazón de Cristo?
Pero aquí viene lo que verdaderamente nos debe impactar: ¿qué tipo de unidad esperaba Jesús de su iglesia? Su propia oración nos lo revela con claridad cristalina: "como tú, oh Padre, en mí y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros".
El modelo que Jesús establece no es la unidad superficial de quienes simplemente se llevan bien, ni la tolerancia forzada de quienes evitan los conflictos. El modelo es nada menos que la perfecta unidad existente entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Aunque son tres personas distintas con roles diferentes, constituyen un solo Dios en perfecta armonía, con propósitos idénticos y amor mutuo absoluto.
Esta revelación debería hacernos examinar profundamente nuestras relaciones en la iglesia. ¿Estamos apuntando hacia ese nivel de unidad, o nos conformamos con una convivencia superficial donde evitamos los conflictos pero no cultivamos una verdadera comunión?
La iglesia como cuerpo: una analogía reveladora
La Escritura emplea una analogía extraordinariamente rica para ayudarnos a entender qué significa la unidad: compara la iglesia con un cuerpo humano. Esta comparación no es meramente poética; es una revelación profunda de cómo Dios ve a su pueblo y cómo espera que funcionemos.
Consideremos nuestro propio cuerpo físico. Tenemos múltiples miembros: manos, pies, ojos, oído, corazón, pulmones, y muchos otros órganos y sistemas. Cada uno tiene una función específica y única. Mi mano no puede hacer el trabajo de mis ojos, ni mis pies pueden cumplir la función de mi corazón. Sin embargo, todos estos miembros diversos constituyen una sola entidad que funciona en perfecta coordinación.
Ahora imaginen por un momento qué pasaría si mi mano decidiera actuar independientemente de mi cerebro, o si mi pie derecho decidiera ir en una dirección mientras mi pie izquierdo va en otra. El resultado sería caos, disfunción y, eventualmente, la muerte del organismo.
De la misma manera, la iglesia está formada por diversos individuos con diferentes dones, personalidades, trasfondos y llamados, pero todos debemos funcionar como un organismo coordinado bajo la dirección de Cristo, quien es la cabeza.
En un cuerpo saludable, ningún miembro actúa independientemente o según su propio criterio. Todo funciona en perfecta coordinación bajo la dirección de la cabeza. Cuando mi cerebro decide que necesito caminar, no consulta primero con mis pies para ver si están de acuerdo. Simplemente envía la señal, y todos los sistemas relevantes responden en armonía.
Por eso el individualismo resulta completamente contrario al espíritu del cristianismo. No podemos vivir con la mentalidad de "cada uno por su cuenta" cuando formamos parte de un cuerpo mayor. Esta mentalidad independiente, tan promovida por nuestra cultura occidental, es tóxica para la vida de la iglesia.
El precio terrible de la división
Para entender completamente lo que significa la ruptura de la unidad, debemos contemplar la experiencia más dolorosa que nuestro Señor Jesucristo vivió durante su tiempo en la tierra. Contrario a lo que muchos podrían pensar, no fueron los azotes que desgarraron su espalda, ni los insultos que hirieron su dignidad, ni siquiera los clavos que traspasaron sus manos y pies.
La experiencia más dolorosa fue aquel momento en la cruz cuando exclamó con una voz que resonó en toda la creación: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?". En ese instante, por primera vez en toda la eternidad, experimentó la ruptura de la unidad con el Padre.
Hermanos, esto es absolutamente sobrenatural y aterrador. Jesús, quien había existido en perfecta comunión con el Padre desde antes de la fundación del mundo, quien había conocido solo amor, aceptación y unidad divina, experimentó por primera vez en su existencia la separación, el rechazo, la soledad cósmica.
¿Cuál fue la causa de esta ruptura devastadora? El pecado. No su pecado, porque él no tenía ninguno, sino el nuestro. En ese momento, él estaba cargando sobre sí mismo todos los pecados de la humanidad, y el Padre santo tuvo que apartarse de él.
Esta experiencia de nuestro Salvador nos enseña una verdad fundamental que debemos grabar en nuestros corazones: el pecado es siempre la causa de la ruptura de la unidad. Esta es una ley espiritual tan firme como la ley de la gravedad. Cuando todos hacemos lo que corresponde ante Dios, cuando cada uno cumple su parte en obediencia a Cristo, hay armonía natural, fluida, gozosa.
Los conflictos, las tensiones, las divisiones surgen inevitablemente cuando el pecado entra en escena. Y aquí permítanme ser muy específico: no hablo solo de pecados "grandes" como adulterio o robo. Hablo también de orgullo, egoísmo, falta de perdón, chisme, crítica destructiva, y esa actitud sutil pero venenosa de creer que nuestros derechos son más importantes que la unidad del cuerpo.
Durante mis décadas de ministerio pastoral, he visto una y otra vez cómo el pecado no confesado, no tratado, se convierte en una semilla de división que puede destruir la armonía de toda una congregación. Por eso la unidad no es solo un tema bonito para predicar; es literalmente una cuestión de vida o muerte espiritual para la iglesia.
Estimados
lectores, hemos comenzado a explorar este tema fundamental que va al
corazón mismo del cristianismo. Hemos visto que la unidad no es
opcional, sino esencial, y que Jesús mismo oró específicamente por
ella. En nuestra próxima entrega profundizaremos en por qué la
unidad es tan crucial para el testimonio de la iglesia ante el mundo,
y examinaremos el extraordinario ejemplo que nos da el apóstol Pablo
sobre el sacrificio por mantener un testimonio íntegro. Les aseguro
que lo que veremos nos desafiará profundamente en nuestra manera de
vivir el cristianismo. ¡No se pierdan la segunda parte de esta
enseñanza que puede transformar nuestra perspectiva sobre la vida en
comunidad!
En el amor de Cristo,
Pr. Rafael Quintero
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